Análisis lacaniano
  El deseo de analista - Robert Levy
 

Del deseo del analista a la función deseo de analista.

 

Extracto del libro de :          

 

 Lévy Robert.   Un deseo contrariado, Ed.Kliné, B.A., 1998.       

 

“El deseo de analista puede entenderse  como una función que instaura en la conducción de la cura una modalidad y un régimen tales que ya no se puede hablar solamente de transferencia, positiva o negativa, sino que un fin de análisis concernirá, ya no únicamente a la relación del analizante con la persona del analista, sino a la que quien se convierte en analista mantiene con el análisis como tal.

            Ya no se trata entonces de "liquidar la transferencia": la función del deseo de analista implica la eliminación del sujeto supuesto saber, o más bien debe pasar por esa eliminación, lo que es muy otra cosa que considerar la relación del analizante con la persona del analista. No se puede más que definir que el deseo de analista tiene por objeto el análisis, y como tal se diferencia radicalmente de  cualquier otro, deseo de saber, de curar  - transitivo o intransitivo, objetivo o subjetivo - o de felicidad, nacido de algún humanismo benefactor o que apunta a él.

            Si se sigue este camino trazado por Lacan con la introducción de la                                                                                                 noción de "deseo del analista", llegamos a la idea de que este mantiene cierta relación con lo que él llama "la diferencia absoluta", que no remite en modo alguno a un "ser analista"  sino que da cuenta simplemente de la manera en que el sujeto se va a las manos con el significante, hasta en su relación con el otro, y sobre todo en que está sometido al significante primordial, sino en el curso del análisis le toca enfrentarse con él. Es ahí donde sobreviene nos dice Lacan, "el deseo de análisis" en cuanto "deseo de obtener la diferencia absoluta".

            Desde luego, por esto hay que pagar un precio, y a los protagonistas analizantes y analistas lo hacen en el transcurso de cada cura. Para especificar de qué orden es este precio, recordaremos de buen grado lo que M. Safouan informa a propósito de una de las últimas reuniones del jurado de admisión de la ex - EFP, durante la cual Lacan hizo notar que el precio que había de pagar para alcanzar la conquista de lo inconsciente en un análisis, precio "sin igual", era el de un "agravamiento de las dificultades naturales entre los sexos". Lo que es coherente con la afirmación varias veces repetida de que "el discurso analítico no se sostiene sino del enunciado de que no hay relación sexual, de que es imposible formularla". Ahora bien, el deseo de analista está en cierta manera comprometido, precisamente, en esta imposibilidad.

            Al "todo es sexual" de Freud, Lacan le opone "no hay relación sexual". Frente a esto, el deseo de analista sólo puede inscribirse como falta de toda veleidad de aportar una solución, lo que lo sitúa en el orden lógico de un descubrimiento que lo distingue, sin embargo, de todo deseo de saber.

            Evidentemente, esta distinción se opera únicamente en la medida en que el analista no responde a la demanda y no lo hace, no en virtud de la frustración, sino porque sabe al menos que la demanda del analizante, debido a que se articula en significantes, deja correr un resto metonímico por debajo.

            El acto del analista no es por lo tanto una práctica de aplicación de un conocimiento. El criterio de su posición no es que comprenda, puesto que "en la medida en que creemos poder responder a la demanda tenemos la sensación de comprender". Privado de un goce de responder o comprender, el analista se descubre a la zaga de lo que ha perdido a causa de la inadecuación radical del sujeto al saber.

            Pero entonces se hace difícil  saber con que ingrediente está fabricado ese deseo de analista, a que estructura compete.

            A los ojos del analizante, en la medida en que el analista no responde a su demanda, el deseo de analista viene a ocupar una hiancia, la correspondiente al deseo del Otro que sigue siendo enigmático.

            Recordemos que en el inicio de una cura, en los primeros tiempos de la transferencia, que se parecen a una especie de "luna de miel", el analizante mantiene con su analista una relación que le permite  sentirse satisfecho y amado; esto es, si la relación gravita en torno a este significante privilegiado que denominamos "Ideal del Yo". Sin embargo, cuando uno es el soporte de una información de lo inconsciente como ésa, no siempre es fácil, sino por lo común muy riesgoso, tener que "declinar esa idealización para ser el soporte del a separador".

            Lo que plantearemos es que la función del deseo de analista es introducir ese proceso de separación. Lacan sitúa al analista, en la medida en que se logra declinar esa primera identificación, como el hipnotizado de una hipnosis al revés".

            Mediante esta fórmula hace alusión al artículo de Freud "Hypnose und Verelibheit", en el que éste analiza las diferentes maneras en que un objeto sustantificado puede ocupar el lugar del Ideal del yo, y los efectos amorosos que se derivan de él.

            La distancia entre el enamoramiento y la hipnosis se salva rápidamente: la misma sumisión, la misma humildad, el mismo abandono y, sobre todo, la misma ausencia de crítica. Es indudable, nos dice Freud, que el hipnotizador ocupa el lugar del Ideal del yo. Pero - y ahí está la gran diferencia con otro tipo de amor - "la relación hipnótica es una relación amorosa total, con exclusión de la satisfacción sexual, mientras que en el enamoramiento esa satisfacción sólo esta momentáneamente reprimida y figura siempre en segundo plano a título de la meta posible".

            Así a través del amor de transferencia la demanda coincide con la identificación: identificación significante con el Ideal del yo, desde donde el sujeto se verá a sí mismo digno de amor.

            Lacan criticó la concepción que sostiene que una identificación de esa naturaleza podría marcar el término de un análisis, y una superación del plano de la identificación sólo parece posible con la noción del deseo de analista.

            La conducción de la cura consiste entonces en dejar vacío el lugar de lo que era el Ideal del yo, en no sustituirlo por ningún objeto, de modo tal que pueda instaurarse una separación entre identificación y objeto. En esa medida, el deseo de analista tiende hacia la dirección contraria a toda identificación, y así se excluye de cualquier satisfacción sexual, lo que lo sitúa en el mantenimiento de la diferencia absoluta. ¿Puede decirse entonces que el deseo de analista apunta a la obtención de ésta?.

            En este punto reside toda la dificultad de la definición. En efecto, si se puede admitir con facilidad lo que Lacan denomina deseo x, deseo del analista en cuanto no referible al deseo sexual y no obstante deseo simbólico, no es menos cierto que se lo podría relacionar entonces con el deseo desexualizado que Freud reconoce en la sublimación. Este último punto merece una discusión doctrinaria, porque si Freud se atiene a una definición de la sublimación como proceso pulsional que tiene por meta una satisfacción no sexual, Lacan, en cambio, en el seminario sobre la relación de objeto, la define como "la manera en que cierta experiencia contemporiza con ese término último de la relación humana... el Otro absoluto..., cerrado..., impenetrable..., la figura de la muerte, reintroduciendo en él toda la vida de los intercambios imaginarios y haciendo que una relación de espejismo habite en esa alteridad esencial".

            Así pues es la relación al objeto donde se puede captar qué se trata en la sublimación, y Lacan precisa con claridad que es cuestión "de elevar un objeto, en cuanto significante, a la dignidad de la Cosa".

            ¿El analista será quien crea un objeto en la cura?. Si así fuera, esto equivaldría a situarlo una vez más según la perspectiva freudiana precedente, es decir, en la alternativa entre sublimación y represión, del lado del primer término, lo que significaría poner la pulsión de muerte en un callejón sin salida. ¿No es más bien quien, al ocupar el lugar del objeto a, no puede ceder en cuanto a su deseo de analista, aunque sea a costa de una confrontación con el "Otro absoluto, figura de la muerte", y esto sin compromiso posible, puesto que el objeto causa del deseo no es justamente ningún objeto en sí?. Parecería contradictorio, por lo tanto, que ese deseo de analista fuera una sublimación, en la medida en que, para su realización, implicará la creación de un objeto, que no puede ser el objeto a. A menos claro que pensemos que el análisis tiene "el psicoanálisis" como objeto, lo que después de todo es un camino posible de la sublimación pero que, admitámoslo tendría por consecuencia atribuir un papel místico al psicoanalista.

            Así como lo hemos visto anteriormente, el deseo de analista es un "deseo más fuerte" en el sentido de que no hay nada más fuerte que el deseo de muerte, lo que no tiene nada que ver con el deseo sexual y menos aún con la sublimación.

            Formularemos entonces la hipótesis de que el deseo en posición de x que tiende hacia esta "diferencia" no es un deseo sexual pero, pese a ello, no es ajeno a lo que "no puede escribirse de la relación sexual". El analista debe a este "innombrable" su función en cuanto "deseo de analista", función cuya consecuencia sería sostener un discurso tal que pudiera nombrarse lo innombrable. Podría decirse que se trata de un "más allá" de la diferencia de los sexos. En suma si el analista debe poder declinar el lugar al que lo asigna la transferencia para introducirse como objeto a, separador, la dirección de la cura consiste entonces en hacerlo pasar del lugar de objeto de deseo al de objeto causa del deseo, único en el cual puede cumplir la función de diferencia absoluta.

            Aquí se presenta una nueva dificultad. Cuando se descubre objeto causa del deseo, el analista se topa con su propio límite: el de seguir causando el deseo del analizante, aún cuando ya no sea más que el representante representativo del objeto a, y persistir en ese efecto mientras el duelo del objeto a, persiste en el mismo analizante, y esto de manera maníaco depresiva, como lo hace notar Lacan. Se deduce de ello que un fin de análisis sólo  puede concebirse después de un duelo logrado, no del objeto sino del objeto a en particular, objeto causa del deseo.

            ¿Es eso posible? ¿No llegamos ahí a los "limites" de un análisis?.

            Sin duda es en este punto donde debe intervenir el deseo de analista verdaderamente como función, de tal modo que opere en posición de x, vale decir, que efectúe una verdadera separación, a fin de que, incluso como objeto perdido, el objeto a ya no sea causa del deseo del analizante.

            Esta última opción mantendría de hecho la distancia entre el deseo e identificación y permitiría por eso mismo precaverse de ese falso final de partida que pudo significarse con el término de identificación con el analista.

            ¿Pero que pasa entonces con el síntoma, habida cuenta de que el neurótico tiene un deseo que sólo puede mantener a costa de síntomas, así como el analista tiene el suyo propio: el psicoanálisis? Esta pregunta no debe ocultar el hecho de que, si en el neurótico  la demanda  del Otro se toma como causa del deseo, no podría ocurrirlo mismo en el analista, que no sostiene su deseo únicamente por procuración con respecto a una imagen de a,  como lo hace el neurótico. En ese sentido, el deseo del analista viene a representar la estructura misma del deseo, según la fórmula: el deseo es el deseo del Otro. Recién a posteriori revela el deseo su estructura; ya está a la vez ahí y es un producto de la operación analítica que, por su parte, se salva con una renunciación al goce, es decir, a la función imaginaria de la imagen  fálica (léase aquí renunciación en el sentido de re-enunciación).

            Así pues toda la problemática del pasaje del analizante al analista se condensa en esta formulación de la "diferencia absoluta". En efecto en el atravesamiento del fantasma, "lo que se advierte es que el asidero del deseo no es nada más que el de un des-ser", de donde la idea de que si el analista  puede consagrarse a algo  es sin duda agalma de la esencia del deseo, cuyo precio es la reducción de la persona  y su nombre mismo al significante cualquiera. Se comprenderá por ello en que sentido "el des-ser devela lo inesencial del sujeto supuesto saber" y por consiguiente, por qué no se puede llegar al fin de este  sujeto supuesto saber sin ir hasta ese des-ser.

            Esta concepción de deseo de analista como deseo x nos lleva a sí a considerar su función como la de "puro deseante", a quien se impone impulsar la cuestión de su deseo hasta esta posibilidad: que "algún sujeto "pueda ocupar ese lugar. Esto exige de su parte "abstraerse, escamotarse a sí mismo, en la relación con el otro, de cualquier suposición de ser deseable", como Sócrates a quien Alcibíades querría arrancar la confesión de su agalma, simplemente porque el deseante no puede decir nada de sí mismo, salvo al abolirse como tal.

            Puede señalarse que esta definición del deseo del analista está en perfecta adecuación con la teorización del objeto que Lacan se esforzó por elaborar, considerando hasta qué punto  la relación primordial que instituye  su ausencia en el origen lo califica justamente por ser "in-nombrable”. No está allí, jamás satisfizo plenamente la pulsión. No obstante es precisamente a causa de esto que crea la diferencia, y la ausencia es su signo. Casi puede llegar a decirse que la búsqueda del objeto es el objeto mismo del cual el analista debe dar razón.

            Para afinar aún más esta noción, formularemos la hipótesis de que lo que Lacan enuncia como "la diferencia absoluta", y que introduce el deseo de analista, tiene algo que ver con lo que "no puede escribirse de la relación  sexual", es decir con la cuestión de unidad, del UNO.

            Platón, en su tiempo, evocó ese "uno puro", ese verdaderamente uno, incognoscible, vale decir, la unidad pura cuya consecuencia sería que ningún nombre le pertenece, por lo que es innombrable: "no hay por lo tanto ninguno, nadie que lo conozca".

            Es cierto que en Platón el registro es el de la categoría más óntica del ser, y no del sujeto de lo inconsciente. Esta noción del "uno puro", sin embargo no puede más que despertar nuestro interés, ya que brinda una aprehensión de la idea de que es verdaderamente la diferencia la que crea las condiciones del conocimiento. Con ella nos vemos frente a la cuestión de la "alteridad" y lo "mismo", que en  otros términos plantea siempre el problema del "uno" y lo "multiple". De buen grado definiríamos el discurso del analista, entonces, como el que depende de las condiciones de lo nombrable, al mismo tiempo que tiene por tarea remitirse sin cesar a lo innombrable. En este aspecto constituiría el discurso de la alteridad por excelencia, si no hubiera que desconfiar de las formas de idealización posibles de una definición semejante.

            Según Platón, lo que no existe no tiene nombre y debido a ello no puede ingresar al discurso, como no sea por la introducción de la negación. Ahora bien, es precisamente por esta razón como puede introducirse la diferencia y constituirse así su marca en el lenguaje.

            Pero lo que más interesa al análisis en estas fuentes  filosóficas, es que la negación sea el indicador mismo de la alteridad. En efecto, todo el valor de esta concepción consiste en poner en evidencia el hecho de que el "decir no" no es en modo alguno degradante; el "no grande" representa simplemente la posibilidad de introducir otra cosa que lo grande, y no la de anularlo. Así, pues, la negación es por esencia alteridad y crea una serie de relaciones con lo que se niega. Esta concepción de la negación demuestra toda su pertenencia en lo que concierne al objeto en psicoanálisis, y la relación primordial que instituye su ausencia originaria. La alteridad puede significarse  porque el objeto no está allí, e incluso podría decirse que esa ausencia es la que la hace posible. Por el mero hecho de su no presencia, el objeto negado suscita la creación de relaciones con su propia negación y permite la fabricación en su lugar, de otros objetos.

            Reencontramos esta idea en Peirce, en quien Lacan se inspiro largamente. Según Peirce, en efecto, no se puede oponer el "vacío" a "algo", pues plantear  el vacío equivale a inscribirlo. Así la repetición de una inexistencia funda la serie de los enteros, lo que significa que la inexistencia no se repite como tal y vale por inscripción. De tal modo se eleva la negación al rango de función, de la que el conjunto de los elementos pertinentes que la fundan es el conjunto vacío que la inscribe como imposible.

            Negación significa por ende diferencia en la medida en que ésta no implica ruptura sino que, muy por el contrario, instituye la relación con el objeto con respecto al cual se postula la diferencia en cuanto negación.

            Lo que le interesa al psicoanálisis en esa "ausencia" que en este caso podemos describir ab-sensus, es que no remite ni aún "más" ni aún "menos", sino a un neutro muy alejado de la presunta "neutralidad benévola" y que compete más a la excepción, precisamente de ese "uno que dice no", expresión a la que Lacan recurre en sus escrituras de las fórmulas de la sexuación. Escritura que permite enunciar un "más allá" de la diferencia de los sexos a partir de la cual la noción de esa diferencia puede plantearse en términos ya no anatómicos sino lógicos, y en la que femineidad y masculinidad se convierten en asunto de gramática más que de diferencia anatómica: "Es una escritura para inventar lo real allí donde lo real no deja de no escribirse". Las consecuencias de esta conducción de la cura son de importancia primordial.

            Lacan radicaliza la negación al aplicarla a la relación sexual, y desde esa equivalencia enuncia el principio esencial del psicoanálisis lo que es para él su "fundamento mismo": "no hay relación sexual".

            Ese "uno que dice no" debe leerse como la proposición: existe al menos uno para quien la función fálica no se verifica, o no es verdadera, o se niega: la formula es también una manera de escribir la función del padre.

            Las fórmulas de la sexuación están organizadas por una cierta lógica de la negación. En lugar de la negación con respecto a una x será determinante en cuanto a la relación de un sujeto con el sexo.

            Nada diferenciaría la parte izquierda (masculinidad) de la parte derecha (femineidad), como no fuera la negación y su lugar. Así pues, la negación determina la diferencia.

            La x esta presente en cada fórmula. Del lado izquierdo, masculino, una contradicción importante: es él "uno" que se exceptúa de "todos" el que asegura esa totalidad, ese "todos" y confirma la regla - Hay "al menos uno" que no está sometido a ella -. Del lado derecho, femenino, "no todas" están sometidas; no todas se reconocen sometidas a esa misma ley.

            La introducción del falo por parte de Freud permite salir de la diferencia de los sexos en términos anatómicos. Freud sin embargo, no puede deshacerse de la idea de que los sexos se definirían de manera simétrica con respecto al falo, por estar aferrado al universal del "al menos uno" de la excepción. Que para toda x exista la función fálica, que toda x esta sometida a ella, es lo que mantiene en la doctrina freudiana el error de que sólo habría deseo, libido, según el modelo masculino.

            Lacan aporta la precisión, muy "bienvenida", de que por el lado femenino no es la excepción la que confirma la regla, sino su negación, que debido a ello hace contradictorio el universal.  La excepción que confirma la regla: "no hay universal que no deba contenerse por una existencia que lo niega", es sustituida, por el lado femenino, por la negación misma de esa excepción, negación que hace contradictorio el universal y permite así salir del  estancamiento. Es en esta disimetría, en la manera que tiene el hombre y la mujer de referirse de modo diferente al falo, o más exactamente, a la función paterna, donde reside el "no hay relación sexual". Inexistencia, ab-sensus, que permite plantear un "más allá" de la diferencia de los sexos, cuya situación hemos postulado como lo más cercana posible al deseo del analista.

            Como "no hay relación sexual", es preciso que algo la supla: en lo cual el falo encuentra su función esencial, su Bedeutung, que es de suplencia. Ahora bien, para que esa existencia del falo sea posible, es necesario que en cierto punto del discurso una categoría "ataque de falsedad  la función fálica para que plantearla sea posible".

            El deseo del analista debe situarse en un "más allá" de la diferencia de los sexos, en la medida en que se define en una cierta relación con la función fálica que no se enuncia ni como el "al menos uno" ni como el "no todas" - aunque esta última ocurrencia no deje de exhibir una ventaja en cuanto a la cuestión del "goce otro".

            De hecho el deseo de analista es función mucho más que deseo - a denominar "función deseo de analista" -; más exactamente, nos parece justo hacer que prevalezca lo que ese deseo introduce como función.

            En ese sentido función debe distinguirse de su acepción en la noción de función fálica, si bien, tanto en uno como en otro caso, Lacan emplea el concepto de manera muy rigurosa, adoptándolo del uso lógico matemático de Frege. Así, la función fálica  permite definir el falo como significante sin significado y pasar del "objeto" causa del deseo al "falo" como significante de la causa del deseo.

            La teoría de Frege, que distingue sentido (sinn) y referente (Bedeutung) de un signo, permite definir de manera muy precisa qué son una "función" y un "argumento" en aritmética y, según la lógica de los predicados, una "función" y un "objeto" en un enunciado.

            De acuerdo con Frege, el argumento, propiamente hablando, no forma parte de la función. Esta adquiere valores diferentes según los argumentos que reemplacen la incógnita de la x, y se satura si un nombre propio ocupa el lugar de esta.

            Sea una función f(x) tal que 2x3 + x; la función es 2( )3 + ( ); es el argumento x no forma parte de ella. La función es por lo tanto una especie de estructura fija con un lugar vacío, un espacio reservado para el argumento.

            Nos parece que es a esta misma estructura que corresponde el deseo del analista, ya no como función, sino como "función deseo de analista". Esta escritura brinda la imagen de lo que Frege llama el agujero, el lugar vacío que debe ocupar la x del argumento necesario para la constitución  de una expresión completa. Parece entonces justificado hablar de "función deseo de analista" en el sentido en que no se puede tratar de  ningún objeto de deseo sino de un lugar vacío donde la x ocupa el lugar del argumento en la función. Así el deseo de analista es su enunciación; agreguemos su enunciación con respecto al falo, la cual como bien lo precisa Lacan, "sólo puede operarse si aquel figura en ella en posición de x" en la función en que el espacio vacío del argumento, ( ), le esta reservado.

 

 

El deseo del analista: ¿un enigma?

 

            Con la idea de que existen sueños de deseo, ciertamente, pero de deseo no sexual, Lacan nos ofrece algo completamente nuevo en la conducción de la cura, que tiene su justificación en la hipótesis  de que el deseo del analista  tiene mucho que ver, precisamente, con esta categoría de deseo: un deseo no sexual, más fuerte que el sexual.

            Lacan toma el ejemplo del sueño de la inyección  de Irma que, dice, "no tiene nada que hacer con el deseo sexual, aún cuando tenga todas las aplicaciones de transferencia que nos convengan". Radicaliza sus palabras: "el único deseo fundamental en el dormir es el de dormir". Así, si bien  Freud pudo decir que "los sueños eran sueños de deseo", nunca dijo que se trataba del deseo sexual. Lacan va incluso un poco más lejos en la provocación y afirma "'¿Qué hace un sueño? Eso no satisface el deseo". ¡Igual que la transferencia ¡  agregaríamos gustosos.

            De modo que existe una estrecha relación entre el dormir y el sueño, en la intersección de la psique y el soma que se revela como el lugar mismo del deseo, deseo con respecto al cual  tanto el dormir como el sueño asegurarían una función inhibidora, por la que este último, sin embargo, brindaría la posibilidad de una inhibición activa, en la medida en que propone el punto donde "se conecta lo Simbólico"

            Cada uno a su manera, por lo tanto, el dormir y el sueño, permiten la "suspensión del gozar".

            Según Lacan el sueño ya no es la satisfacción de un deseo, sino la herramienta "para suspender la ambigüedad que existe en la relación del cuerpo consigo mismo y el dormir es entonces lo que le permite efectivamente la suspensión, la suspensión de lo que ocurre con el 'gozar de sí mismo' en el estado de vigilia, cuando el cuerpo se da un golpe, se lastima...".

            De manera que el dormir demuestra ser lo que suspende la relación del cuerpo con el goce, y el sueño es un instrumento, en la medida en que se trata de plantear la ecuación del deseo que es "igual a cero".

            Es preciso que algo se anule allí, de lo contrario interviene el dormir, que es la única manera de entrever lo que liga el deseo  del sueño a lo inconsciente: "es la manera en que hay que trabajar para resolver el problema de una ecuación igual a cero". Lacan llama a esta anulación "lo que no tiene razón de ser”, formulación que nos parece la más apropiada para dar cuenta de la categoría de deseo que aparece en el sueño en el  caso en que el fantasma no  puede resolverlo y donde se toca manifiestamente ese algo que se produjo y que es "el encuentro del que procede la neurosis, la hendidura en tanto no tiene solución".

            "Se trata ahí de la cuestión del deseo, en la medida que se remite mucho más lejos, a la estructura para la cual el a es el causante de la Spaltung del sujeto". Sin duda es en ese sentido que el sueño es "el punto en donde se conecta lo Simbólico, el dormir total es la muerte".

            "Lo que no tiene razón de ser": esta fórmula hace pensar que la diferencia sexual ya no es un rasgo esencial en la medida en que se toca la estructura misma del sujeto. A este punto se refiere el deseo del analista, deseo neutro, no del fraude al que llamaron "Neutralidad   Benévola", sino de la "Neutralidad" fundamental que evoca Heidegger a propósito del dasein, el "ser ahí", y de la concepción  de la que depende la "atención flotante".

            La evocación es un deseo de analista que se define como un "ser ahí" más que como una categoría sexuada, parecerá ser de las más pertinentes con respecto a nuestro enfoque de la función deseo del analista, con la condición de que se le añada la siguiente determinación: un "ser ahí" "sin razón de ser". En efecto, el término "neutralidad" significa que el dasein no pertenece a ninguno de los dos sexos (keines von beiden Geschlechter ist), lo que no quiere decir que el analista sea asexuado, sino que su deseo no es sexual en el sentido sexuado del término, deseo de hombre o de mujer. Su función es más bien orientarse hacia la desconexión de la bipolaridad sexual en su manifestación habitual, desconexión que, sin embargo, no es una desexualización, la que llevaría entonces el deseo del analista hacia una sublimación, cosa que hemos recusado en el capítulo anterior.

            La neutralidad del deseo de analista, en el sentido de un "ser ahí sin razón de ser", lo inclina más bien a liberarse de las marcas de la diferencia en el sentido de la dualidad sexual. Y a presentar un "deseo más fuerte" que es la condición imperativa de cualquier atención que se diga "flotante".

            En Esto el deseo de analista linda con lo que Lacan llamó la "pura diferencia", y aparece en toda su contigüidad y toda su analogía con lo que no puede escribirse de la relación sexual. Nos parece necesario  mantener esta medianería, que es crucial, puesto que si el deseo del Analista no es la función que impide la represión de la no relación sexual, en el transcurso de un análisis  no puede entenderse nada de la manera en que le lenguaje niega la muerte, justamente gracias a dicha represión. Así el lenguaje sigue siendo ambiguo en cuanto suple la ausencia de esa relación y con ello enmascara la muerte, ejerciendo acaso en ese aspecto su función esencial.

            El deseo de analista, al introducir la función de pura diferencia, concierne por lo tanto a ese ab-sensus, ese sin sentido de lo real constituido por la no relación sexual: "[Así como] los sueños, en el ser que habla, concierne a ese ab-sensus".

            Finalmente, última consecuencia importante de esa concepción del sueño, recordemos esta preciosa indicación de Lacan: "La clave del sueño debe ser la misma de la neurosis y la cura".

            En esta perspectiva, es sin duda del lado del sueño donde se sitúa la muerte, y "lo que Freud imagina de la pulsión de muerte, [que] entraña que el despertar del cuerpo sea su destrucción", el dormir es lo que permite que el cuerpo dure. Así, jamás nos despertamos del todo...

            No obstante, concluiremos con el hecho de que, si el deseo del Analista tiene verdaderamente por función "ser ahí sin  razón de ser", entonces esta función no puede sino suscitar el despertar tanto en el Analista como en el analizante, e impedir con ello hacer una impasse en la cuestión de la muerte.

            Retendremos que la "talking cure", en virtud de la necesidad pero también de la resistencia que propicia el lenguaje en lo que se refiere a la muerte, tiende a hallar su límite en una conducción de la cura que no sólo se circunscribiría al análisis de la transferencia.

            Por eso, la introducción de la noción de deseo de analista como función permite reabrir la cuestión de una posible "tyche" con la pulsión de muerte, en la medida en que el despertar se sitúa en una contigüidad máxima con la muerte.

 

¿Es formable el deseo del analista?

 

            El 10 de junio de 1964, Lacan iniciaba su conferencia de fundación de la EPF haciendo notar que la meta de su enseñanza había sido y seguía siendo formar analistas.

            Hace más de 30 años, la formación de los analistas ya estaba a la orden del día, debido a la muy pequeña cantidad de criterios que aún sin embargo "larga experiencia", atravesada ya por muchos, había permitido establecer con respecto a su definición.

            Lacan ponía de relieve que, aunque el analista no tuviera ningún "más allá sustancial" con el que relacionar el sentimiento en base al cual se creía con fundamentos para ejercer su función no era  menos cierto que obtenía de él el "precio inexpresable de la confianza de un sujeto como tal".

            Así pues no podía dejar de establecer que significaba esa confianza para quien contaba con ella.

            Así, la formación del psicoanalista exigía que supiera  en torno de que gravitaba su práctica, cuál era ese eje que Lacan designó con el nombre de "deseo del analista".

            ¿Cambiaron mucho las cosas en la actualidad, pese al episodio apremio a propósito de la cuestión de la confianza, aún constantemente puesta sobre el tapete? ¿El psicoanalista esta más al tanto del deseo que lo funda? Preguntas que en su impertinencia conservan toda pertinencia.

            Al enunciar esta máxima decisiva: "el analista no se autoriza sino por si mismo", Lacan rompía en 1967 con las pautas de formación establecidas por la IPA.

            Es en la segunda escritura de su proposición sobre el pase donde indica que ese enunciado concuerda con los principios fundadores de la escuela.

            De modo que se trata verdaderamente de un acto cuya enunciación produciría al analista. Desde luego, un acto semejante no da cuenta, propiamente hablando, de la formación del analista, sino más bien del aspecto en que éste no es más que una formación. Se pone el acento en el momento en que el analizante embarcado en un análisis decide "pasar a analista" y conducir  "por su propia cuenta" una cura. Esto implica que sea el único en condiciones de saber algo de esa decisión, de ese deseo, y tal vez incluso  de elaborar su teoría, en la medida en que sea capaz de transmitirla a otros.

            Hasta aquí, nada que no sea completamente coherente con la idea de que el analista no es más que un "supuesto saber" y que posee una consistencia que por obra del lenguaje, es decir, del significante, pero que también puede ser debido a ese ser eminentemente singular y muy relativo, destituido de su posición.

            Pero si lo inconsciente debe leerse, descifrarse como cadena significante reprimida, y por lo tanto interpretarse, vale decir, deformarse, el alcance ético de la máxima que quiere que "el analista no se autorice sino por si mismo" parece  reducir ahora mismo la formación a una simple "deformación", con la que, a los ojos de muchos y la cotización vigente, se registró su devaluación inmediata y considerable. Aceptamos no obstante  esa denominación con su carácter aparentemente peyorativo. Esta necesaria deformación se oponía, en esa época, a las antiguas "formaciones" que, al otorgar un sello, no desembocaban más que en un título o una etiqueta profesional y, al "instalarlo" en un sillón de piedra , cerraban al mismo analista a cualquier cuestionamiento sobre su deseo.

            Permítasenos aquí, a manera de apólogo, la incidencia de una breve clínica de analista que inaugura cura y control.

            En el difícil trayecto que conduce del diván al sillón, el control, la puesta en juego de al menos tres protagonistas, marca una escansión que permite al analista no embrollarse ni encerrarse  en las supuestas condiciones de su función, hasta ir en detrimento de todo supuesto saber en él.

            La práctica naciente de un analista en ciernes toma a veces desvíos caóticos e inesperados y, por poco que no haga sacrificios al rito de la instalación, tan apreciada por las profesiones liberales y tan poco compatible con la función analista, se verá enfrentado a los imprevistos, a menudo desconcertantes, de la libre asociación, así como al saber insupuesto de su paciente, que improvisa el revelo del supuesto suyo como síncopa.

            Lo que se relata entonces, es uno de los momentos cruciales de la confrontación de un joven analista con el deseo que él había  precipitado en ese acto. Sin adherir pese a todo al conformismo, en esos inicios el analista puede tener que orientarse con algunos esquemas  teóricos prácticos, sin excluir que se refiera inconscientemente a alguna imagen ideal e incluso a alguna representación, lindante de la imaginería, del practicante modelo. Así, para "hacerse analista", no hacen falta consultorio, escritorio, sillón y diván, objetos y estatuillas, eminentes insignias - que divulga el imaginario - de esa práctica freudiana con acentos aún vivos de los recuerdos vieneses. Clisés, todos, a lo que los mismos analistas apenas escapan, a menos que, de manera inesperada, se vean confrontados con la escuha de sus primeros pacientes sin haber experimentado perfectamente sus modalidades prácticas.

            Que hay niños que inauguren esta práctica naciente y hagan su experiencia, cercanos aún al nacimiento como a cualquier nacimiento, y, en su ingenuidad, muy pronto devolverán a quien los escucha al suyo propio.

            Fue así como, en ocasión del primer encuentro con un pequeño y su madre, no había aún ningún consultorio para ese joven analista, sino una habitación preparada a las apuradas por las necesidades de la causa. En ese cuarto convertido, todo le parecía adecuado e irreprochable, salvo un detalle: una cama levantada y cuidadosamente oculta detrás de una cortina.

            Pero quien lo hubiera sabido a excepción de nuestro analista impenetrable, para el que evidentemente se había convertido en una obsesión, apunto tal que, aún antes del primer encuentro, toda su inquietud se concentraba en torno de la siguiente pregunta: ¿iría el niño a ver que había detrás de la cortina, secreto que él, el analista, era el único en supuestamente saber?.

            Como cabía esperarlo, ése fue el primer acto del niño en ese consultorio, sin embargo tan bien preparado; lo cual, en el redoblamiento de lo imaginario por lo real, proyectó instantáneamente al analista en una demanda de control, con el fin de saber algo sobre la angustia suscitada en  él por ese acontecimiento. Tras precipitarse en busca de ese más viejo en quien encontró una tranquilidad desconcertante, no obtuvo más que estas pocas palabras: "¿No cree usted que, de todas maneras, tarde o temprano ese niño habría terminado por ir a ver que había detrás de la cortina del cuarto de sus padres? Ese impetrante impetrado en un drama tan imaginario como mítico, ese joven supuesto saber, había creído poder evitar el tema para no ver es. Cosa que su joven paciente se había encargado de hacerle saber, en un verdadero conacimiento... Agradezcámosle hoy también a ese viejo haber sabido no mezclar control de los conocimientos y saber supuesto.

            La proposición de Lacan, "el analista no se autoriza sino por si mismo", aparecía entonces en una radical novedad, y precipitaba al analista, por ese enunciado,  en un cuestionamiento y una vigilancia con respecto a su deseo que se constituía en función en cada cura.

            Lo mismo que hace 30 años, sigue sin dispensar hoy de algunas preguntas primordiales, que subyacen a ella. Por ejemplo: ¿qué es un analista, o más exactamente una función analista?.

            Planteemos que el analista es alguien que quiere realizar cierto tipo de operación para otros. La pregunta es: ¿de dónde  sacaría ese deseo? Parece forzarnos, en un primer momento, a la tautología por toda respuesta: sacaría ese tal deseo, precisamente, de ese deseo del analista tan difícil de conceptualizar. Aclaremos sin embargo que sólo percibe ese tipo de deseo desde su posición de analizante, a partir de la cual puede dar testimonio del pasaje al analista. La formulación de Lacan da cuenta de éste lo más minuciosamente posible, y casi aporta su fundamento metapsicológico, si pensamos, con C. Conté, que el giro primordial, reforzado por el reflexivo "por sí mismo", en la fórmula "no se autoriza sino por si mismo", está ahí para remitir de manera precisa a la reversión de la pulsión y al circuito pulsional puesto en juego en la cura.

            Lo que hace la formación de un analista es que éste sepa un poco más sobre las "deformaciones" de su relación con el objeto; éstas lo llevan a formular demandas a cuyo término, a causa de su agotamiento a lo largo de la cura, le es dado advertir, "más allá", la estructura fundamental del deseo que íntimamente lo divide. Es en este punto, y en ningún otro, donde puede erigirse en función para otros. Lacan pudo decir en ese sentido que jamás había hablado de formación del analista, sino de formaciones de lo inconsciente, lo esencial de las cuales es la resistencia a la puesta a la luz del fantasma fundamental, como última defensa. De modo que sería vano situar al analista, en el marco de una formación: uno no se forma analista, no se prevé con este fin ninguna disciplina de entrenamiento, y si en la medicina la "clínica de la mirada" permite identificar síntomas precisos como consecuencias de numerosas observaciones, en análisis la clínica, que es la de la escucha, debe su consistencia a unos efectos de verdad, es decir, de interpretación. "La relación analítica - dice Freud en 'Análisis terminable e interminable' - se funda en el amor a la verdad, vale decir, en el reconocimiento de la realidad". En ese mismo texto, algunas líneas más adelante, Freud califica de "imposible" la profesión de analista, al mismo título que las que consisten en gobernar y educar - esto es: los discursos del Amo y el Universitario -.  En ese mismo espíritu, Lacan anuncia en 1978 a modo de formación, que el "análisis es intransmisible", con lo que no hace más que retomar las palabras de Freud y radicalizarlas, hasta afirmar que cada analista estaría "forzado a reinventar al psicoanálisis". En esta fórmula  hay que entender que la formación, para cada analista sería una deformación necesaria consistente en efectuar "uno por uno", la operación de (de)nominar el psicoanálisis de Freud, de tal modo que los significantes del deseo  de cada uno constituya una enunciación de ese mismo acto. Esa enunciación pone a cada uno en posición de autor-izarse, y de no autor-izarse sino por sí mismo, y "pasar a lo público". Proposición central que sitúa al sujeto de lo inconsciente en el único campo en que puede darse a conocer, es decir, como causa de la repetición, sabiendo que es necesario un "forzamiento" para hacerlo pasar a otros.

            La formación del psicoanalista se definirá por lo tanto como una clínica, que consiste en el deseo de analista como función.

            Resulta entonces evidente que no hay "ser" analista, y ninguna formación puede hacerse garante de ello. Y, así como en matemáticas  el teorema de Gödel introduce un agujero que hace vacilar el a priori sobre el que se funda toda lógica, a priori de la identidad de sí, el A = A como fundamento de la verdad, en la lógica de lo inconsciente, lo Urverdrängt, lo reprimido originario, viene a barrar el lugar del Otro para no cumplir sino función de falta. A partir de ello, un significante no puede significarse a sí mismo, no es idéntico a sí mismo y, última consecuencia, no hay Otro del Otro - no hay garantía de la verdad: S(/A). S(/A), único referente a partir del cual el analista puede considerar cualquier formación, constituye uno de los puntos nodales de la red en torno de la que se articula toda la dialéctica del deseo, en cuanto se ahonda por el intervalo entre enunciado y enunciación. Entre ambos, en efecto, se aprecia toda la separación entre formación y deformación: deformación procedente del Otro en que el sujeto recibe su propio mensaje en forma invertida. Así se establece una equivalencia constitutiva entre deformación e interpretación.

            El término "formación" parece entonces completamente inapropiado para calificar lo que se produce a partir de la enunciación de un deseo. Se preferirá ampliamente el de "deformación", en la medida en que el analista, a lo sumo, será un "analista en ciernes", "Analista" no es más que una función  que se produce eventualmente en cada nueva cura, por la puesta en acto del deseo de un sujeto que lo sostiene, con las consecuencias de transferencia que esto produce.

            Pero hoy, no autorizarse sino por sí mismo a pasado a ser igualmente inapropiado, al menos si se trata de hacer de ello un consumo, a semejanza de uno de los múltiples objetos cualesquiera de la sociedad del mismo nombre. Y esto por dos razones. En efecto, cuando se enunció esa proposición, el marco de la escuela de Lacan garantizaba que "algunos otros" pudiesen entenderlo en el  momento oportuno. Por otra parte, esa enunciación tuvo que sufrir la suerte de todas las que se convierten en enunciado colectivo: perdió sus efectos de acto original para hacerse frase, máxima con la que uno se autoriza, en vez de hacerlo con una enunciación personal.

            En este contexto, que es el que hoy prevalece, nos parece de cierta urgencia volver hacer hincapié en la importancia de esos "algunos otros" y su papel crucial contra la tendencia que cobra forma desde hace algún tiempo y según la cual puede verse que cierta cantidad de analistas "desengañados", con justa razón o no, por las instituciones posteriores a la disolución se sienten "autorizados" por sí solos. Debido a ello no se comprometen con ninguna regla del juego asociativo, lo que equivale a reprimir a los "algunos otros" en beneficio de una puesta en suspenso del acto. Semejante actitud no hace más que favorecer el retorno al "yo" fuerte del analista de la manera más narcisista posible; pero también es una forma  de poner en secreto, sub-silenciar, la única enunciación absolutamente necesaria para cada analista, de la única cosa que "hace función" para él, es decir, la enunciación de su deseo en la relación con el acto que lo funda. Es en este aspecto que puede sostenerse que la institución mínima es la cura, con la condición, sin embargo, de que la puesta en acto que la legitima como tal y que a raíz de ello la sitúa en una cierta ética, sea transmisible y no se baste con ser "inefable". Lo que entonces requiere.

1.      Que "cada uno", uno por uno, pueda transmitir ese proceso a otros al dar testimonio de él.

2.      Qué sea posible establecer una estructura de funcionamiento con reglas del juego que cualquiera pueda conocer.

Dichos procedimientos no tienen de manera alguna la finalidad de reunir en colectividad, como así tampoco crear un "como UNO". Pero son la condición elemental para que se enuncie un discurso psicoanalítico en condiciones de reproducir  el lazo social del que Lacan hizo notar con claridad que era precisamente lo que le había faltado a Freud, y lo que había permitido a su Internacional encubrir su descubrimiento de lo inconsciente.

Así, pues si la formación del Analista no puede constituirse más que en la búsqueda permanente de una puesta a la luz del Deseo que hace a su función, y esto de manera renovable en cada nueva cura, ¿cómo considerar  esa puesta a la luz, ese "pasaje a lo público"? ¿Cómo pensar sobre esas bases la formación del Analista hoy?.

Si se trata de reinventar el psicoanálisis, en ese forzamiento (apremio) que para cada analista consiste como lo hemos visto, en (de)nominar o renombrar el psicoanálisis de Freud, de modo tal que los significantes de su deseo se enuncien por ese mismo acto que los hace "pasar a lo público", entonces el papel de una institución psicoanalítica no puede ser más que "consagrarse" a  acoger lo más posible toda veleidad de testimonio de una naturaleza semejante, poniendo en juego lo dicho del "deseo del analista".

Se impone más que nunca, entonces, contar con los "algunos otros", oyentes de aquello en lo que un deseo de analista encontraría su legitimidad esencial. Un testimonio como lo aludido, lejos de reducirse a la identificación del sujeto con un analista cualquiera, aunque sea en una transferencia de trabajo, consistiría  más bien en rechazarlo como otro, situándolo en una irreductible alteridad.

Se comprueba  la necesidad de un dispositivo, para escuchar "¡el papel de quien asume no el del supuesto saber sino el riesgo de ocupar el lugar en el que falta!" Ya en 1964, Lacan apelaba, para hacerlo, a cierta regla del juego, a fin de que, "para todos los que vienen a escucharlo, no sea cosa del uso de las palabras que propone, lo que se llama moneda falsa".

Hay aquí un retorno de la cuestión de la "confianza", no tanto en su aspecto social, como juzgada de acuerdo con el "precio" que no es capaz de poner para aclarar lo que ocurre con el deseo del analista, de manera tal que no sea cosa de promesas vanas.

En estas condiciones, ya casi no parece de actualidad "nombrar" un analista, sino más bien "atestiguar" que "algunos otros" entendieron con claridad el precio que el atribuye al hecho de dar testimonio de lo que lo funda en la producción de su acto, es decir, lo que lo constituye esencialmente en función - cosa que debe desarrollarse en total conformidad con la regla del juego con que cada institución se dotó a esos efectos -. Pero sigue siendo necesario que haya una, y que se le enuncie de manera clara.

¿Cómo podría dar testimonio el analista, si no es procurando la intervención de nuevos dispositivos clínicos, que permitan poner en conocimiento de "algunos otros" lo que constituye un obstáculo, un tope al mejoramiento  en la conducción de una cura, al mismo tiempo que se deja abierta, en un punto álgido, la puesta en acto del deseo del analista como función?.

La cura, el pase, los dispositivos clínicos sobre la práctica, constituyen otros tantos operadores   en los que puede decirse, y entenderse, algo de la función analista. Sin olvidar pese a ello que el deseo del analista también esta en juego cada vez que "abre", que enseña, trabaja la teoría o se consagra a cualquier otra comunicación concerniente al psicoanálisis.

Así, pues, una institución psicoanalítica permitiría a "algunos otros" que  hubieran adoptado la misma regla del juego institucional constituirse no en jurados sino en carteles de oyentes, que pudiesen atestiguar que escucharon claramente algo relevante de ese deseo, en tal o cual miembro de la institución. Estaría a cargo de este último aportar su teoría, lo que impediría las nominaciones de analistas puramente formales otorgadas a cualquier fulano que se declara candidato al pase. Con seguridad podría elaborarse allí una verdadera teoría del deseo de analista, si en el seno de una misma institución, pudiera efectuarse ese tipo de trabajo, que en el fondo permitiría retomar lo que Lacan, en el momento de la disolución, llamó "la necesidad de una critica asidua para restaurar el filo cortante de la obra de Freud".

Parece por lo tanto que lo único que puede garantizar una asociación de psicoanalistas es que pongan en práctica dispositivos y un protocolo institucional para atestiguar que algunos de los miembros que la constituyen mantienen cierta relación con la ética que ella sostiene. En otras palabras, que algunos de sus miembros se encuentren en un momento en que pagan el "precio inexpresable de la confianza de un sujeto como tal", haciéndolo saber a algunos otros, a causa del compromiso que suscribieron de "hacer público" de todas maneras posibles su deseo de analista como función.

 
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